8.5.08

Un día me desperté pasadas las 10 de la mañana y al rato me encontré con un mensaje que, en alguna parte, decía “y vos, a pesar de todo, seguís siendo un chico de la retórica, un retoric-boy que maneja muy bien los monólogos”. Decía otras cosas, también, pero a la larga lo que quedó fue eso. Porque, en el fondo, no era más que una retoric-girl contestándome en un diálogo de sordos. Porque, en el fondo, es eso. Una era mediatizada en donde el verbo ya no es carne, donde la palabra es una imagen que se lee en una pantalla o un papel, y donde ya no quedan dudas de que la relación entre dos cuerpos está mediada por un vacío que sólo atraviesan unas cuantas ondas electromagnéticas y un simbolismo imaginario. Allí a donde llegan las palabras Eros no es más que una ilusión, donde el amor concebible no es el amor posible. El sujeto enamorado no existe: sólo hay un cuerpo pathológico y un yo esquizofrénico. ¿La alternativa? Ser un retoric-boy.

Entonces soy eso.

Un sofista cualquiera, un discurso verdadero y vacío, tautológico, casi axiomático (un sofista berreta, también: encima de todo, mi discurso es inútil). Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo, todo es del olvido en ese devenir constante que carece de historicidad y llamamos “ahora”. Todo es un juego, una suerte de make-believe, mientras que en mí no hay más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. Me llamo tanto William Shakespeare como Jorge Luis Borges, o George W. Bush, o Pelotudo. Soy mucho y nadie: un retoric-boy, un ente imposibilitado de ser, de conocer, de transmitir; un creador de la nada: un escritor.