Las cosas podrían haber sido distintas esa noche. En vez de quedarme con Paula, podría haber optado por alguna de las otras. En realidad por la otra, porque Chernobyl había quedado descartada de plano después de mi comentario sobre su desconocimiento de Buenos Aires. En efecto, mientras yo hablaba con una tuve varias veces la oportunidad de intercambiar miradas con la otra, que cada tanto aportaba algo en nuestra conversación, acaso como si estuvieran disputándose la presa con su amiga. Tendría que haber hecho algo, quizás, pero adopté una actitud absolutamente pasiva, concluyente en que me dejara llevar por la que había marcado territorio en primer lugar. Ahora es tarde. No puedo cambiar los hechos pasados. Pero puedo recordar una versión posible, alternativa.
En algún momento Paula se levantó para ir al baño y yo giré hacia el otro sector de la mesa. La rubia seguía mirándome con cara de pocos amigos, pero Mariana, en cambio, volvió a sonreírme al tiempo en que empezaba a tantear el terreno. Fue demasiado para la Chernobyl, que también se levantó en dirección a los sanitarios. Su amiga aprovechó la ocasión y dijo sentirse un poco mareada, entre el humo y la música y el alcohol la cabeza no me da más, necesito un poco de aire... ¿me acompañás afuera? Miré hacia los costados: no había moros (ni Paulas) en la costa. Me levanté de la silla y le extendí la mano, ella la tomó con la suya y así, estrechándolas bien fuerte, nos encaminamos hacia la puerta y la calle.
Aproveché la luz para mirarla mejor: era un poco más alta que yo, de sonrisa amplia y cabellos tan oscuros como sus ojos, clavados en mí y capturándome en la profundidad de su mirada. Solté su mano para rodearla por la cintura y empezar a caminar sin un rumbo definido. Ella me seguía, se dejaba llevar sin la más mínima resistencia. Desde que habíamos pisado la vereda ninguno había vuelto a hablar, íbamos en silencio, en movimientos acompasados y lentos, pensando en nada, hasta que nos interrumpió un estruendo de Bizarre love triangle desde el fondo de su cartera. Ella sacó el aparatejo ése del demonio, le echó un vistazo, y lo volvió a guardar, no sin antes apagarlo. Yo la miré extrañado. Ella se largó a reír, y empezó a argumentar que la pesada de Paula me llama por cualquier boludez, que no joda. ¿Resultaste un poco garca, Mariana, o me parece a mí? En ese entonces, no me importó. Reí yo también, y ¿querías aire vos? Tengo la moto en la otra cuadra, vamos a dar una vuelta.
Seguimos caminando en medio de una animada charla hasta dar con la Yamaha, entonces me puse de frente a ella y, diciendo alguna estupidez relativa al priorizar la seguridad, tomé el casco con ambas manos y lo llevé sobre su cabeza, Mariana alzó los brazos y sus dedos pasaron por mis dedos y después al casco, mis manos se deslizaban hacia atrás y hacia abajo, por su nuca y el cuello, lentamente de vuelta hacia adelante y entonces entre mis dedos se encontraba su barbilla frágil e impoluta, más arriba sus labios cada vez más cerca de los míos hasta encontrarse y el beso, consecuencia obvia y natural del proceso de seducción que ella había iniciado, de ese fuego que ardía en mí en espera de un momento y un objeto para ser liberado. Sin generar el más mínimo disturbio ella depositó el casco sobre la moto y juntó sus manos entre mi pelo, con delicadeza en un primer momento y después cada vez más fuerte, aumentando en proporción con la intensidad que se jugaba entre nuestras bocas y los cuerpos, apenas separados por esas capas de ropa que se disolvían en el sentir, mis manos iban descubriendo lentamente sus curvas mientras las suyas comenzaban a bajar por mi espalda y mi pecho, las piernas de los dos entrelazadas y no sé cuánto tiempo estuvimos así, quizás sólo unos segundos, quizás horas, pero de cualquier manera, y por fuera del absurdo de linealizar y objetivar la experiencia, fue poco y mucho, el tiempo justo y necesario para hacer del momento la perfección. Finalmente abordamos la moto y enfilamos para el sur. Bordeando la playa llegamos hasta los acantilados, donde nos detuvimos un rato para ver las olas romper contra las piedras y continuar con el ritual besístico bajo la luz de la luna.
El frío y el viento pudieron más que nosotros, por lo que pocos minutos después terminamos volviendo a la ruta. Yo iba de vuelta hacia el centro, aunque sin un destino demasiado claro, hasta que en algún momento me dejé llevar por las instrucciones con que ella me iba acariciando el oído. No sabía a dónde estábamos yendo y tampoco me importaba, de modo que ni pregunté, yo escuchaba y seguía hasta que listo, pará por acá... llegamos. Un minuto más tarde estábamos entrando en un edificio, y otro después en su cama. Un sexo apasionado, fuerte, salvaje... y truncado: en algún momento, en medio del éxtasis, se me escapó, sin que me percatara de ello, un apelativo. Ella se detuvo abruptamente y ¿qué dijiste? Yo la miré extrañado, sin saber qué contestar, sin saber siquiera qué había hecho. Boludo, ¿“Pau” me dijiste? Y ahí entendí todo. Las cosas no podrían haber sido de otra manera.
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